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Centinelas de las palabras

Aún recuerdo cuando me adentré por primera vez en una biblioteca. Me sentí abrumada por todos los títulos que me rodeaban. Fue entonces cuando la bibliotecaria me preguntó por mis gustos. En ese momento comencé a observar el arcoíris de hojas tonales que se abría delante de mis ojos. Un abanico de posibilidades infinitas que me daba la oportunidad de poder calmar mi afán de viajar, descubrir y vivir nuevas aventuras.

Si las bibliotecas son la sístole y la diástole de barrios, pueblos y ciudades, los bibliotecarios y las bibliotecarias son los centinelas de la historia. En ese espacio se aúnan las voces que construyeron el pasado. Una democracia heterogénea, un telar equitativo, un gobierno afable y colorido. Cuando llegaron los libros a su pueblo, Lorca no cupo en su júbilo: «Una biblioteca es una reunión de libros agrupados y seleccionados, es una voz contra la ignorancia; una luz perenne contra la oscuridad». Alejandro Magno aspiró a unificar el mundo creando, para ello, la Biblioteca de Alejandría. En sus estantes convivían textos, leyendas e historias pasadas que construían, sin saberlo, nuestro presente. Además, el espacio abría sus puertas a todas las personas hambrientas de saber, sin importar la nacionalidad del cautivado, aniquilando fronteras, haciendo del espacio intelectual el refugio para cualquier estirpe. La biblioteca también fue la semilla de Internet, como nos explica Irene Vallejo en su ensayo El infinito en un junco. «Cada texto necesitaba una referencia, gracias a la cual el lector pudiera encontrarlo desde cualquier ordenador en cualquier rincón del mundo. Timothy John Berners-Lee, el científico responsable de los conceptos que estructuran la web, buscó inspiración en el espacio ordenado y ágil de las bibliotecas públicas. Imitando sus mecanismos, asignó a cada documento virtual una dirección que era única y permitía alcanzarlo desde otro ordenador». Esto nos hace pensar que si no hubieran existido las bibliotecas, habría sido mucho más difícil llegar a la actual revolución web.

Gracias a los guardianes que protegieron los libros, podemos escuchar las voces de los que desvanecieron. Podemos sentir la historia vibrar entre los dedos cuando pasamos página, o deslizamos nuestro índice por la pantalla centelleante o tal vez, cuando la voz de un audiolibro nos susurra antes de dormir. Recuerdo que esa noche, cuando volví de aquella hazaña bibliotecaria, llegué a mi cama y bajo el candil comencé a pasearme por la ciudad de las palabras. Ese día soñé con los libros que me gustaría escribir. Los imaginé durmiendo en el edredón de colosales estanterías custodiadas por guardianes letraheridos. Ahora comprendo la encomiable tarea de enfrentarse al folio en blanco, llenándolo letra a letra, durante sudores y madrugadas. Ahora entiendo la labor titánica de salvaguardarlos para que, algún día, sean la voz que guíe un futuro quimérico.

Artículo publicado en Huelva Información el 28 de octubre 2020.

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