—Esto parece mentira —me decía una amiga por teléfono—. Me siento como en una película —reía histérica por el sin saber de la situación.
Yo le contaba la emoción que experimenté mientras oía los aplausos que se rindieron ante el personal sanitario que estos días, más que nunca, hace valiosa, como la que más, la profesión que salva nuestras vidas. No me di cuenta de la hora, así que salí a la terraza aturullada por mis propios pasos, descalza, ya que intuía el susurro de palmadas al unísono. Aquellas ventanas donde parecía no vivir nadie, estaban abiertas, de par en par. De ellas salían aplausos llenos de vida, de alegría por ver en los ojos del otro la rabia y la impotencia contenida. Todos nos mirábamos, perplejos, por la extrañeza de la situación. En frente, mi vecina aplaudía con miedo, su nieta la grababa y se reía- Abuela, abuela, mira- le decía, aún en estado de shock. -Qué frágiles somos- pensé mientras mis palmadas aumentaban la intensidad. Unos minutos más y después, después solo silencio, ventanas de nuevo cerradas, persianas ya bajadas. Era tarde, hacía frío, pero esa noche me regaló algo más, me llevé cada uno de esos aplausos dentro de mí como la mejor canción aún no compuesta.
La consciencia social nos vino a visitar y nos encontramos de frente con aquellas personas cercanas, vecinas, aquellas que siempre habían estado ahí. Creo que tú también sentiste la emoción al ser parte de. Parte de un dolor, de una pena, tal vez de una alegría, de una aceptación, de una valentía, de una emoción, de una realidad que nos sobrepasa. Cada calle, cada barrio, frente a frente, aplaudiendo por el que da su vida: que no es más que un padre, una madre, un hermano, una novia que cada día se pregunta si llevará el bicho o no cuando vuelva a casa con su pareja. Que cada día piensa si será ella la que sume un número más a la cifra.
Hace días que pienso en aquellos que visten de verde o blanco, según se tercie. A una de ellas la llamo mamá, que sigue trabajando, como siempre, expuesta, porque su profesión lo necesita. Pienso en mis amigas, que se fueron a la capital en busca de trabajo y oportunidades. Pienso en ellas, que ahora, se ven desbordadas, en una situación que les demuestra que hace años no se equivocaron con la profesión que eligieron por vocación, que a tantas vidas salva, que a tantas pieles cuida. Amigas, ahora más que nunca es cuando el amor por vuestra profesión tiene que rugir por ser valiente, comprometida y responsable. Ojalá que todo esto os sirva también a vosotras. Ojalá que este país al fin os dé todo lo que merecéis, ojalá que os cuide, como vosotras cuidáis de nosotros.
Y no me olvido de los que conducen ambulancias, camiones o taxis. En el personal de limpieza, en los que cubren los productos de primera necesidad en supermercados y farmacias, en los periodistas, en los mensajeros, en los que cuidan, muertos de miedo, a los abuelos que están solos, en los que ponen carteles para ayudar a su comunidad. Porque no hay comunidad más inclusiva que la de sentirse dentro de un todo que te cuida y te apoya. Pienso en aquellos que cuidan a aquel que no puede quedarse en casa, porque sus paredes son las calles solitarias. Pienso también en aquellos que se quedan en su hogar, cuidando de ellos mismos y de sus familias. Elvira Lindo escribió en El País que los mayores tenían miedo. Porque están en manos de los jóvenes, que a veces pecamos de irresponsables. Ser viejo no justifica morir antes. No justifica ninguno de los suspiros que, aliviados, derramamos. Cuidemos de los que nos cuidaron.
Pienso en todo lo que estamos perdiendo, y en todo lo que, sin quererlo, estamos recuperando por sentirnos lejos, por echar de menos, por reconocer el esfuerzo, por parar el tiempo. Ojalá que hoy, cuando nos encontremos a las 8 de tarde con nuestros vecinos, cuando aplaudamos sin cesar, pensemos en todos aquellos que se mueven con premura y firmeza y en los que se mueven con tan solo estar parados. Ojalá que hoy nos miremos emocionados y recordemos lo que nos une aun estando lejos.
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