Toque de queda. Las puertas se cierran. Dentro de estas paredes queda todo: mi hogar, mi fervor, mi alimento. Advierto un ruido. Intuyo gritos, leves golpes que se mezclan con la barahúnda del edificio. Quizás de puertas para adentro, en vez de reposo, otras reciban incuria e infierno.
Ellas son Mónica, Ciara, Olga, Judith, Liliana, María Concepción, Manuela, Rosa, Lorena, Clara, Ana María, Alina, María del Mar, Manuela, Concepción, Mónica, Miren, Paula, Karina, E.G.P, Annick, Josefa, María Belén, Madalina, Gloria, Carolina, Lillemor Christina, Teresa, Ana, Alina, Rosalía, Nancy Paola, Yesica Daniela, Saloua, Eugenia, Susana, Li Na, y tres nombres más que no logro averiguar. Niñas, mamás, abuelas, nietas, hermanas, amigas, profesionales. En total 40 mujeres. Todas ellas asesinadas por sus parejas o exparejas en lo que va de año en España. Un virus nos trastocó los cimientos mientras otro, inveterado y deleznable, se hospedaba en el encierro colectivo para acabar con lo más valioso.
A medida que se cerraban los portones, comenzaron a aumentar las denuncias de todas las formas de violencia contra las mujeres, dejando grandes secuelas físicas, sexuales y psicológicas. Según el Fondo de Población de las Naciones Unidas, durante períodos de confinamiento la violencia de género aumenta mundialmente un 20%. A su vez, el Instituto Andaluz de la Mujer triplicó las atenciones a las mujeres víctimas de violencia de género en Huelva durante el primer mes y medio de confinamiento. Pero esto no es nuevo: antes de la aparición del COVID-19, en todo el mundo, 243 millones de mujeres y niñas habían sido maltratadas por sus compañeros sentimentales.
Este tipo de violencia es una de las violaciones de los derechos humanos más extendidas, persistentes y devastadoras del mundo actual. Nuestras gargantas desgañitadas imploran políticas activas para la erradicación de esta peste, medidas legales estrictas que derroten al patriarcado imperante que asfixia y mata. Vociferamos reclamando mecanismos que den el denuedo que a veces falta para alzar la voz y denunciar. Necesitamos medidas que nos protejan y nos hagan sentir a salvo. Pero para ello, es necesario transformar las reglas sociales, los roles y los estereotipos. Trabajar medidas educativas para que las generaciones futuras sean el motor de nuestra sociedad. Un engranaje de piezas que entiendan que ninguna persona puede ser propiedad de otra, que un sexo no está por encima de otro y que la violencia no debe ser aceptada ni justificada nunca.
Necesitamos crear un diálogo por aquellas que ya no pueden y tejer una red sólida para las que viven al borde del precipicio. Como ciudadanos comunes, todos debemos ser agentes de cambio. Así pues, construyamos un orden social que rompa con la raigambre establecida y que rebose peldaños copiosos de igualdad, justicia y libertad.