El sábado por la mañana desde Huelva vimos una torre de humo que inquietaba a cualquiera que la mirara. Nos preocupamos. Pensábamos que venía de algún edificio, de alguno de nuestros bosques, de la fábrica, de algún pueblo. Más tarde, casi a la una, ya en la plaza comprando el esqueleto del frigoríco, descubrimos que aquel fuego venía de otro mundo, un lugar lejano pero conocido, el mismo del que vienen las personas que recogen los frutos rojos que aquel mismo día compré. Así era, las llamas incendiaban el Asentamiento de Palos de la Frontera, allí donde viven más de 500 personas. Al decirlo en voz alta, algunos corazones quedaron aliviados. Porque al menos, no pasaba en nuestro centro. Pasaba allí, allí donde no queremos mirar, donde da igual lo que pase, siempre que no nos pase a nosotros y tengamos la fruta en nuestra mesa.
Al día siguiente fui a aquel lugar y todo era ceniza. Parecía un paisaje bélico. Aun el olor a humo estaba en cada paso. Se metía fuerte en la pituitaria. Las lágrimas llegaron después, al ver a toda esa gente desesperada, gritando, llorando, preguntándose porqué. Y la angustia no era para menos, porque de un día para otro lo habían perdido todo. Los ojos se quedaban inmóviles mirando los restos de madera, palés y plástico. Algunos me decían que ya se iban, que la campaña de frutos rojos ya estaba a punto de finalizar y estaban ultimando la maleta, comprando algún detalle para sus hijos. Regalos que yacen entre escombros. Otros han perdido dinero ahorrado, (porque les pagan en mano), documentos que verifican el tiempo vivido en España, fotografías que no guarda ningún disco duro o esos papeles que le permiten construir un mañana. Pero mañana es hoy y sigue siendo como ayer. Pero un poco peor. Porque ya no hay nada. Muchas personas han decidido irse, empezar en algún sitio que no les trate como animales. «Yo me voy porque aquí puedes morir,¿cómo puede normalizarse eso?», me dijo un hombre mientras miraba su chabola carbonizada.
¿Qué hubiera pasado si esto hubiera ocurrido en uno de nuestros barrios? ¿Si esto hubiera afectado a 400 onubenses? Si hubiera sucedido en alguno de nuestros pueblos. ¿Nos hubiéramos volcado? ¿Hubiéramos ido a ayudar inmediatamente? ¿Hubiéramos creado un número de cuenta para hacer nuestras donaciones? ¿Nos hubiéramos paralizado de manera inmediata para ayudar a esos vecinos? ¿Y las administraciones públicas? ¿Abrirían polideportivos o teatros para alojar a las personas? ¿Les hubieran pagado un hostal para que no durmieran en la calle?
Creo que ya tienes la respuesta.
Y es que a ellos, a esos que también son nuestros vecinos, no se les ha ofrecido ninguna respuesta habitacional digna para pasar estos días y están durmiendo al raso. Entre cartones. Debajo de cualquier portal. Como pueden. Ya hoy desde nuestro centro no olemos a humo. Pero aún se siente, se mete en la sesera y rechina por cada una de las vulneraciones de derechos que miles de personas viven diariamente. Sin respuestas, sin propuestas habitacionales dignas. Pero a la misma vez necesarios para que ese tejido empresarial que mueve nuestra economía no cese.
Ya me voy. Salgo de aquí. Me pican los ojos. Me rabia la garganta. La impotencia desborda un centro que ha perdido el equilibrio. Y así, arrancando el coche, me voy de nuevo para mi centro. Y dejo allí el gris, el sabor a cecina, la rabia sofocada y a un centenar de personas preguntándose un porqué que sigue sin respuesta.