Cae la noche ingenua y desprevenida. El bosque te protege del viento que ruge fuerte, lastimando tu piel bronceada por el sol. Una jornada dura, piensan tus pies, que casi no se levantan del suelo.
Después de varios kilómetros de pedaleo, solo te quedan algunos metros entre pinos y encinas para llegar al pedacito de tierra construida con tus propias manos. No tuviste otra opción, decidiste sobrevivir y tener un lugar al que volver. La precariedad te envuelve y duele: la ducha que te mereces será fría, eso si hay agua, sino, tendrás que hacer algunos largos más para conseguirla. El frío aprieta y aquellos materiales endebles que edifican tu techo no ayudan a menguarlo. Te come la oscuridad porque no hay luz, ni baño, ni grifo, ni agua potable. El móvil suena. Tu pareja te llama, pero no es momento de hablar. Quizás más tarde. Pero la echas de menos. Terminas respondiendo solo en audio. -¿Por qué no enciendes la cámara?, pregunta. -No me funciona, responde tu vergüenza. No puede saber dónde vives. Pero conoce tus páginas y acaba leyendo tu angustia entrelíneas. «¿Hasta cuándo?». Te preguntas. Y cuelgas. Ahora cena y duerme y mañana será otro día. Programas el despertador antes de que el sol abrace, para ir a trabajar una tierra que siembras pero que no te ha acogido de la manera más justa. Y de repente, en medio de los sueños que solo se cumplen en tu mente, las voces de tus vecinos te despiertan de golpe. Los gritos te rodean y el olor a humo impregna tu pituitaria. El fuego, ese que antes calentó tu alimento, ahora se pasea libremente destruyendo lo poco -para algunos- y lo mucho -para ti- que tienes. Aletargado y perplejo, te dejas llevar por la mano que te salva y entiendes, de inmediato, que ahora solo importa sobrevivir. Después te das cuenta que no tienes nada excepto lo que llevas puesto. Y piensas en esa foto de tus hijas, en los documentos que verifican el tiempo que llevas aquí y en los papeles que te permiten labrarte un mañana. Pero mañana es hoy y sigue siendo como ayer. Pero un poco peor. Porque ya no hay nada.
A la mañana siguiente, cuando el fuego ya es ceniza, rebuscas alguna hebra de esperanza. Pero no la hay. Porque no te la dan. Porque ante lo vivido, te dicen que no hay respuesta que ponga fin al atropello. Y ahora la llama nace en tu interior consumiendo las pocas quimeras que te quedan. Pero sigues buscando algún destello que te haga continuar porque aún hay personas que te demuestran que tu papel aquí es importante. Ahora no tienes tierra a la que volver, pero conseguirás otro cachito donde florezcan de nuevo las esperanzas. Y mientras no haya alternativa, volverás a levantarte y a construir como todo lo que vuelve cuando no se soluciona de verdad. Aquí ahora todo tiene un aire gris. ¿Y allí? ¿Vistes el fuego? Quizás ahora las llamas te lo recuerden pero, ¿y en unos días? ¿Volverás a olvidar? Tal vez sí, hasta que el próximo incendio nos vuelva a despertar.
Columna publicada el 24 de febrero de 2021 en Huelva información.