Es difícil despojarnos de lo que nos sobra. Quitarnos cada capa, quedarnos desnudas, reconocernos frente al espejo y aceptar lo que somos sin filtro ni cartón.
Existimos en forma de cuerpo, cada una tiene una forma de habitarse, de reconocerse, de hacerse grande o empequeñecerse. Hace poco leí que habían aumentado los retoques estéticos a causa del incremento de videollamadas. Las encuestas apuntaban a que la mayoría de nosotros nos fijamos más en cómo salimos en pantalla e invertimos más tiempo en arreglarnos. Como si tuviéramos una pieza defectuosa, parece que cada vez estamos más incómodos con el envoltorio. Las redes, lejos de ser un lugar acogedor para nuestra diversidad, se convierten en un régimen dictatorial que exige el mismo canon.
Solo tenemos que echarle un vistazo a la Venus de Willendorf para comprender la mujer ideal que demandaba la sociedad prehistórica. En el Renacimiento y el Barroco también abundaban los cuerpos redondeados, prueba de ello son las musas de Rubens o La Primavera de Botticelli. Siendo hijas de nuestra cultura, la mujer ha tenido que moldearse como el barro según la época en la que le tocara vivir, perdiéndonos, a veces, a nosotras mismas. Es difícil saber qué es lo que realmente queremos hacer si estamos tan influenciadas por el mensaje que la sociedad nos ha inyectado. La belleza es un requisito de nuestra sociabilidad, tanto que hemos normalizado que nos pregunten si estamos enfermas el día que no nos maquillamos.
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Artículo publicado el 12 de agosto de 2020.