Cuando jugabas a través de los hilos de tu infancia, pocos fueron los momentos que pasaste en soledad. Mi madre hacía lo imposible para que yo no estuviera sola. Cuando tenía que ausentarse, siempre buscaba un apoyo vecinal que la socorriera.
Fueron muchas las tardes que pasé con Manoli y sus hijas, vecinas paredañas de mi infancia. Después vino la Tata, que cuidaba de nosotros cuando mis padres trabajan. En mi adolescencia contemplé como mi madre y mi abuela sofocaban el fuego letal de mi abuelo. En los ojos cansados de mamá he aprendido el precio de la lealtad y el compromiso: sueños dilatados, turnos partidos, vida sin aliento, encajes de horarios que iban pero nunca venían.
Sentía que los mayores eran superhéroes irrompibles, heroínas de otro tiempo que acudían sin excusas a espantar los fantasmas de la tristeza y el dolor. Creía que todas las personas mayores defendían como su bandera la protección sin medida, el cuidado perenne y las palabras afables. Tardaría años en darme cuenta que el emblema escondía una ofrenda que significaba dejarte a ti para atender al otro. Ahora que mi abuela Pepa vive con mis padres en la ciudad, entre todos la acompañamos y cuidamos.
Desde que vivimos la no-normalidad, extremamos el cuidado y eso implica no hacer todos los planes que te gustaría, saber decir que no, limitar el contacto y perderte caricias de los que más quieres. El otro día escuché como un padre le rogaba a su hijo que no hiciera planes antes de venir a casa. Su ruego escondía un desastroso ideal de sacrificio. Porque el esfuerzo, aquel que veo en ojos de otra, no consiste en quedarte sin plan, cerveza o cena de navidad, sacrificarse es mucho más. Consiste, a veces y tristemente, en dejarte en espera para que otra siga siendo. No sé quién nos las habrá puesto, pero quitémonos medallas, no se nos está pidiendo tanto.
Hace poco una amiga me descubrió la iniciativa de Adopta un Abuelo. Consiste en escribir una carta dirigida a una persona mayor que está en una residencia y que no tiene a nadie que le escriba o la vaya a visitar. Hay 360.000 personas viviendo en residencias y un 60% de ellas no recibe visitas. Este virus nos ha hecho entender el valor de una compañía que te haga la cura -y la vida- más amena. Parece que siempre necesitamos tener una ganancia a la hora de actuar, pero el altruismo consiste en mucho más. Existe un modo de entender la vida que permanece en la memoria de los que ya no están, pero que también nos recuerdan las personas que acompañan la vetustez. Nos piden sencillez, elección, gestos, cartas, llamadas y miradas. Pero no. No hay recompensa individual. Si nos perdemos, allí están ellas, las que nos muestran que nadie es una isla a la deriva sino que dependemos como hilos de una misma telaraña. Solo un deseo: ojalá hagamos de nuestro cuidado la mejor leyenda.