Abro el frigorífico y allí está: caduco, mohíno, casi descompuesto. Un alimento que ha terminado con su consumo preferente y que yo, falta de reloj, oportunidad o conocimiento, no he sabido aprovechar para no tirarlo a la basura.
Pero la pesadumbre se me quita rápido, ya que las manijas aún me dan algunos minutos para ir al supermercado y traer unos kilos más del 3×2 de turno que haya de ocasión. En el camino me encuentro con cajas y cajas de alimentos que salen escurridizas de una cadena hotelera. Ya de noche, casi queriendo no ser vistas, se deslizan, aparentemente en buen estado, hasta el contenedor clandestino. Alimentos que quizás alguien habría podido consumir ese mismo día. Yo, por ejemplo. Pero eso no ocurrió. En las líneas de sus cáscaras ya se leía la tragedia putrefacta de su fin. Me acordé de mi abuelo Blas. Él tenía un huerto donde trabajaba y cuidaba las hortalizas que en tiempos de recolecta alimentaban a sus cuatro hijos, de la mata a la mesa. Imagino que perder cosechas o alimentos le causaría un dolor brutal a él y a su familia. Quizás el alimento siga siendo el mismo -aunque lo dudo-, pero el denuedo que le damos hoy está totalmente desligado de nuestro amor propio. La cadena alimentaria se ha transformado, multiplicando el número de operaciones y actores, haciéndose mucho más compleja e inaccesible. Casi invisible, no sabemos de dónde viene lo que comemos, desconocemos quién riega sus tierras. Nuestra ruptura es tal que no nos duele aquello que tiramos porque es fácil resarcirnos. Fuera o dentro de temporada, siempre hay de todo, aunque eso se traduzca en hormonas y cámaras de refrigerado. Desde pequeña he escuchado eso de que la comida no se tira pero, ¿y ahora? ¿Lo estamos cumpliendo?
Aproximadamente, un tercio de la comida producida en el mundo para consumo humano se pierde o desperdicia cada año. Y nadie se salva, ya que el 42% del desperdicio se produce en el hogar. Según la FAO el 28% de la superficie agrícola del mundo se usa para producir alimentos que acaban en el vertedero. Y con toda esta pérdida, nos resulta inverosímil que más de 800 millones de personas pasen hambre en el mundo. El problema es tal que, por primera vez se ha creado a nivel mundial un día que pone nombre a la barbarie que estamos cometiendo. Hay muchos actores en marcha, como Madre Coraje con su campaña Stop Desperdicio o la aplicación Too Good To Go, que combate el desperdicio de alimentos poniendo en contacto al excedente del día con alguien que lo quiera salvar.
Es importante reconocer que somos parte tanto del problema como de la solución. Y no hace falta organizar grandes acciones, centrémonos en nuestros hogares y en el día a día. Miremos hacia lo que fuimos, acordémonos de las generaciones que nos alimentaron, queramos la tierra y démosle el valor que merece al alimento que nos sostiene.