La evidencia del cambio climático nos azota en el cogote. Bofetón tras bofetón, el mundo científico nos brinda evidencias rotundas de que nuestra especie no se está portando demasiado bien.
Rosa Montero en su libro Lágrimas en la lluvia, retrata un futuro desalentador y apocalíptico. Un mundo al borde del colapso ecológico y político. En él, Bruna Husky, su protagonista, vive en una de las zonas con aire limpio a las que no tiene acceso todo el mundo, solo aquellos que pueden pagar los impuestos. En el 2109 las peores predicciones de los ecologistas del siglo XX se han cumplido: el cambio climático fue imparable, no queda nada de los casquetes polares, la subida del nivel del mar hizo que numerosas tierras y costas desaparecieran, ha habido una extinción masiva de animales y plantas y numerosas zonas son inhabitables por la contaminación.
Pero parece que la autora no va muy desencaminada. En 1850 había 52 glaciares en los Pirineos. En 2021 solo quedan 19. Los dos polos pierden seis veces más hielo que hace 30 años. Y según las previsiones, el deshielo de Groenlandia y Antártida elevará el nivel del mar 17 centímetros para 2100.
Nuestra forma de comportarnos está haciendo temblar a un orbe faraónico. Las acciones que vertemos están ensuciando sus arterias marinas y fluviales. El modo de producir está intoxicando el aire que inhalan las cascadas arbóreas que hacen posible el respiro global. Nuestra osadía desvergonzada está saqueando las pieles terrestres de pedrería y fósiles, dejando tras de sí, un fétido hálito productivo que lacera la atmósfera que nos permite seguir de pie.
Desde que media España quedó congelada, los negacionistas del cambio climático no paran de esputar excusas para seguir negando lo palmario. Desde hace décadas el mundo científico alerta de la gravedad de nuestra acción para el devenir del planeta. Pero aún hay ignorantes que lo discuten. Resulta vergonzoso seguir viviendo a espaldas de lo irrefutable. En cambio, existe una lucha contra la insensatez y pasa por replantearnos una educación ambiental implacable, una conciencia ecológica inherente y un cambio en la visión antropocéntrica de un planeta que creemos nuestro. Sería encomiable que construyéramos pueblos y ciudades adaptadas al entorno, donde sus residentes no creyeran estar en el podio. Parece que el ritmo de la propia vida provoca tormentas mentales que impiden oír con claridad las voces desgañitadas que piden abrigo. Parece que la catástrofe es cada vez más real. ¿Lo peor? Somos los que hemos inventado el arma que nos acabará destruyendo, dejando a nuestro paso millones de cadáveres de especies inocentes. Despertemos, el cambio climático hace tiempo que dejó de ser una opinión para convertirse en un hecho.