Crónicas

Yo también quiero soñar

Me detengo en el banco que está al lado de mi casa para observar la vida pasar delante de mis ojos. Por una vez sin cascos, ni gafas que tiñan la realidad con algún velo negrizo. Observo a los niños que van y vienen a su antojo. Otros, más precavidos , aún esperan la mano de sus respectivos padres para cruzar la calle.

Me fijo en una niña que juega a mecer su muñeca favorita en el columpio. La balancea mientras le canta una melodía para que se duerma. Cuando consigue dormirla – tan solo unos segundos – sale corriendo hacia un libro de dibujos que tenía guardado en su mochila. El premio una vez acabada la obligación.

Cogió el libro y comenzó a ojearlo. Una vez elegida su página favorita, buscó en su estuche una gama de colores azul cielo para pintar el mar que se le abría en blanco y negro y en tamaño A4 ante sus ojos.

Mientras la miro, pienso en la infancia, concretamente en la mía, y me inunda un sentimiento de felicidad. Pienso en los patines que me regalaron cuando tenía ocho años, en los juegos de mesa que nos entretenían toda la tarde, en el barco vikingo que me unía con mis hermanos durante horas. Pienso también en las largas tardes que pasaba con mi madre pintando en el salón y en el sonido de la casa cuando cogía la máquina de escribir para llenar el papel de letras. Pienso en cómo me inculcaron el apoyo, la colaboración y el trabajo en equipo desde pequeña, cuando recogíamos entre todos la cocina, cuando doblábamos la ropa del día anterior, cuando los fines de semana aprovechábamos para hacer limpieza y poner en orden la confusión de la semana. Valores necesarios en el crecimiento de cualquier menor. Recuerdo la satisfacción que me inundaba cuando ordenaba la mochila para el día siguiente y lo extremadamente bien que me sentía cuando completaba todas mis tareas de lengua y matemáticas. Fue una época enormemente feliz. Una época en la que aprendí, jugué, me divertí, colaboré con mi familia y fui niña las 24 horas. Una niña libre, que recibió amor y se desarrolló sin preocupaciones.

Todo eso lo hice por nacer donde nací. En otras partes del mundo el derecho a la infancia no existe. Es uno de los puntos a conseguir en los Objetivos de Desarrollo Sostenible, concretamente el punto 8.7. En algunos países los niños, en esa etapa, tienen que realizar trabajos forzosos para ayudar en casa y aportar a la vida familiar. No tienen derecho a ir a la escuela porque sus familias no llegan para pagar una educación privada. El derecho a soñar queda olvidado en el cajón de los mayores deseos.

Nadie decide dónde nacer, pero será determinante para poder recibir unos derechos u otros. Pero somos todos iguales, ¿no? Con los mismos derechos y las mismas obligaciones. Pero hay algo que cambia. Cambia la política estatal, la historia, los mercados y las empresas. Cambia el comercio y el dinero fácil. Cambian las personas, las oportunidades y las necesidades.

Según Unicef cerca de 152 millones de menores se encuentran todavía en situación de trabajo forzoso a pesar de su edad. El trabajo infantil existe en casi todos los sectores, pero las cifras muestran que 7 de cada 10 niños en situación de trabajo infantil trabajan en el sector de la agricultura. Una siembra que no siempre puede ser cognitiva.

El pasado 12 de junio fue el Día Internacional contra el trabajo infantil. Tal día como aquel, y también hoy, porqué no, tendríamos que analizar la meta 8.7 de los Objetivos de Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas con el fin de conseguir eliminarlo en todas sus formas para el año 2025. Hoy agradezco a la ruleta que decidió que yo naciera donde nací, ya que eso me ha dado la oportunidad de trabajar en mis sueños y poder trabajar para conseguirlos. Solo espero que cumplirlos signifique la erradicación total de este tipo de realidades.

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