Crónicas

Tonto 1 y Tonto 2: acosadores de un camino cualquiera

Estaba a punto de llegar a mi destino. Iba en bici, ya que siempre me gusta apurar hasta el último segundo en el sofá. Iba notablemente rápido, no quería llegar tarde. Escuchaba cómo Israel Elejalde narraba la maravillosa crónica española Ordesa de Manuel Vilas, y no dejaba de pensar en cómo el arte de la escritura puede atraparte en mundos que jamás podrías vivir sin la serpiente literaria que te devora la mayor de las curiosidades. Ahí me encontraba yo, como si fuera Manuel, viviendo por las calles de su vida, reflexionando sobre la muerte de sus padres, la relación con sus hijos y la visita a los reyes de España. Era el mismo Vilas, con sus idas y venidas, hasta que dos personas, que amablemente las llamaré Tonto 1 y Tonto 2 me interrumpieron el momento íntimo que tenía en el trayecto. Un momento, he de decir, que era mío y solo mío.

Como os contaba, me dirigía al gimnasio donde hago Crossfit. La nave se encuentra en una zona de polígonos alejados del centro de la ciudad. Tardo 15 minutos en bici y paso por un barrio donde la marginación social está establecida. Cruzaba un paso de cebra cuando Tonto 1 y Tonto 2 me dirigieron una mirada que alcancé a ver por el rabillo del ojo. Digo alcancé porque es la mirada periférica que tenemos desde que nos defendíamos de los animales y alcanzamos a ver aunque no mirásemos fijamente. No los miraba, como digo, estaba inmersa en los pensamientos de Ordesa. Aunque, ¿hubiera cambiado algo si los hubiera mirado? No lo creo.

La cosa va de sentirme segura con o sin compañía. De no depender de nadie para ser totalmente libre.

Lo que quiero decir es que cuando cruzaba el paso de cebra, justo en el mismo momento que Tonto 1 y Tonto 2, estos dos mamíferos peludos con huevos cargados y saliva putrefacta me dirigieron estas amables palabras: «Mamita bonita, quién te cogiera, ven que te…». Estas palabras se perdieron con mi aleteo de dientes al cerrarlos fuertemente por la confusión del momento. Mientras seguía pedaleando, cosa que hice aún más rápido debido al asco que me produjo la situación, empecé a insultarlos con una clase de adjetivos que jamás hubiera utilizado para dos personas que pasan por mi lado y nuestras miradas se cruzan por el simple hecho de reconocernos como humanos. De igual a igual. Pero no somos iguales. Ellos se creen superiores a mí y con el derecho de. Ellos no me respetan. Es curioso, porque es uno de los pocos días en los que mi novio y yo no vamos juntos a entrenar. Es una actividad que nos une, nos ha unido siempre y nos encanta poder compartirla. Hoy no iba él. Y hoy justo es cuando me acosan verbalmente. Creo que con él jamás se hubieran atrevido a decirme nada. Porque a él lo respetan. A mí no. Soy mujer y se sienten con poder sobre mí. ¿Cierto?

No quiero pecar de quejica, exagerada o infantil. No quiero que nadie piense que peco de, porque querrá decir que este tipo de comportamientos aún se ven normales, aceptables o incluso llevaderos para las mujeres. Algo que incluso nos merecemos. ¿Y tú para qué los miras? ¿Y qué llevabas puesto? ¡Tú no le eches cuenta! ¿Y porqué coges por ese barrio sola? ¿Y qué hora era?

Pero la cosa no va de barrios, ni de zonas, ni de horarios. La cosa va de mentes y dementes. La cosa va de sentirme segura con o sin compañía. De no depender de nadie para ser totalmente libre.

También me pasó una mañana yendo hacia mi trabajo. Siempre paso por un bar a eso de las 08:07. Recuerdo exactamente la hora porque no paraba de mirarla. ¿Conocéis esa sensación de no saber dónde meterte y mirar todo lo que te rodea -reloj, móvil, bolso, manos, pies- para quitar la vista de aquello que te incomoda? Así me encontraba.

Es un bar donde casi todos los días desayunan un grupo de celadores de un hospital de mi ciudad. Hoy los vi a lo lejos, su uniforme de tonos azules y anaranjados es bastante llamativo. Hoy pasé por su lado y me volvieron a mirar de esa forma que atemoriza porque no sabes dónde mirar, como si algo estuvieras haciendo mal. Como si la ropa que hubieras decidido ponerte ese día no estuviera bien, como si tus andares llamaran la atención o tu cara estuviera mal hecha o, por el contrario, fuera un cuadro maravilloso. Hoy volví a escuchar cosas que no oí bien porque mi mente y mis oídos me lo impidieron. Pero es ese revoloteo de suspiros, jadeos en voz baja y cuchicheos sobre lo bien que está la calle a esas horas cuando pasas tú por allí. Sé que sabéis a qué me refiero. Un grupo de hombres fácilmente identificables por su uniforme, y además en horario de trabajo. Y repito, la cosa no va de horarios. Ya veis, no eran las cuatro de la mañana, ni las diez de la noche. No iba borracha, ni con dos copas, ni cansada, ni aturdida. No era un ambiente de ‘jolgorio y regocijo’. No. No hay excusas ni culpa en mi caminar. Eran las ocho de la mañana y entraba a mi trabajo. Despierta, arreglada -aquel día tenía una rueda de prensa muy importante-, risueña. Iba feliz, con ganas de comerme el día. Y no, no hay horas mejores ni peores, no hay razones para que ocurra ninguna atrocidad por el simple hecho de ser mujer.

No hay razones para que ocurra ninguna atrocidad por el simple hecho de ser mujer.

Y esto lo puedo escribir, porque esto no es un abuso sexual, ni una violación, ni un tocamiento. Porque no estoy muerta ni atemorizada. Esto no es nada y seguramente no se pueda comparar con las aberraciones que han pasado miles de mujeres en España. Pero esto también es un abuso, esto también es una falta de respeto hacia mí y hacia todas las mujeres. Esto también es intimidación.

Y yo no quiero vivir con esa sensación. Me niego a tener que morderme la lengua porque un grupo, por su fuerza de serlo, me deje sin palabras porque no doy crédito a lo que está ocurriendo. Yo no quiero tener que -porque habrá próxima vez- volverme y plantarles cara a esos individuos. Pero sé que lo tendré que hacer. Porque no aprendí a estar callada, ni a aceptar una situación injusta.

Ahora escucho a Manuel y su maravillosa crónica Ordesa. Me tranquilizan sus descripciones, su costumbrismo, sus pequeñas grandes rutinas. Hoy pienso que el mayor de los regalos que una sociedad puede darle a su pueblo es la sensación de libertad real y plena.

Y eso, justamente eso quiero. Sentirme libre, poderosa, respetada, segura y tranquila de caminar sin que nadie intimide mis fuertes pasos.

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