Crónicas

El oasis de la migración

Un fenómeno que no podemos erradicar, pero sí entender

K es elegante y silencioso. Se mueve entre el gentío, pero nunca notarías su presencia hasta que él quisiera que así fuera. K sabe lo que es el riesgo y eso lo hace imprescindible. K mira como si fueras la única persona que le importa, aunque eso no sea así. K viene de Costa de Marfil y actualmente reside en España. Llegó hace dos años en patera con sus amigos, cuando aún era menor, y desde entonces sólo sabe aprender.

Habla de sus amigos de toda la vida como si ya no lo fueran, como si formaran parte de aquel viaje. Ahora, cosa del pasado. Ellos ya en el viaje eran mayores de edad y tenían un destino fijo: Europa. Y España para ellos era el culo de ésta.

—¿Me puedes pasar las fotos que has hecho? — me dice una vez acabado el acto en el que él participaba y yo ejercía de fotógrafa silenciosa. K es negro, africano, viene de Costa de Marfil y recibe apoyo de varias entidades sociales. Irremediablemente le pregunto si tiene WhatsApp — sé que si no tuviera las características que he dicho previamente no le preguntaría esto, simplemente le diría «dame tu WhatsApp y te las paso por ahí». Pero lo dije, lo pensé, se lo pregunté y, en cierto modo, me avergüenzo de ello.

Él me responde, riéndose — creo que se ha dado cuenta de mi mente estereotipada — Claro que sí, me dice. — Es por ahí por donde hablo con mi familia.

Y es que su familia vive en su país de origen. No pueden hablar a menudo porque no cuentan con Internet estable y tienen que depender de la conexión Wifi. Triste, me cuenta que ahora atraviesan una situación difícil, que hace mucho que no hablan, pero él siempre les escribe para decirles que todo va bien. K da la tranquilidad que necesita la distancia cuando aún no se acepta. Ni tampoco se desea por alguna de las partes.

K habla español de 7. Ni muy bien, ni muy mal. Pero lo entiende todo. Hizo el viaje de su vida con 16 años junto a sus amigos. Ahora tiene 18, y tuvo que vivir lo que significa estar en un centro de menores y celebrar tu cumpleaños en la calle. Porque ya era mayor de edad y no podía estar ahí. ¡Sorpresa! ¿Verdad? Yo tuve mi tarta favorita con velas interminables. Él, una patada en el trasero.

Ahora sonríe mientras me cuenta que ha empezado un curso para formarse como electricista y que la empresa donde ha realizado las prácticas lo ha contratado. Esto le dará la oportunidad de tener papeles. Por fin. Se siente afortunado, o al menos es lo que me dice su sonrisa satisfactoria que abarca la totalidad de sus mejillas.

Yo aprovecho su historia para responderle en francés, su lengua madre, ya que hace tiempo que no lo practico. Se interesa por mí y por los idiomas. Intercambiamos opiniones y coincidimos en la fascinación que sentimos hacia la comunicación en distintas lenguas. — Hablo español, francés, inglés y alemán — me dice. Avergonzada le sonrío y antes de decir mi corta lista me interrumpe. —Ah, también sé árabe.

Sorprendida, me intereso en conocer cómo un niño de 18 años ha aprendido una lengua que, en mi opinión, es complicada. Su respuesta es corta y concisa. Es una de esas respuestas que se te queda en la memoria para toda la vida. Una respuesta que le contarás a tus hijos y recordarás su mirada y su media sonrisa casi avergonzada. Un respuesta que te traspasa el hígado porque no sabes dónde ponerla. Una respuesta que dice, todo lo que su memoria recordará para siempre.

— Eso lo aprendí en el viaje — me dijo.

Un viaje que realizaron el año pasado más de 12.500 menores desde diversos puntos del mapa como Argelia, Marruecos, Costa de Marfil, Guinea o Nigeria. Menores que son acogidos pero cuando cumplen la mayoría de edad son liberados a su suerte. Menores que emprenden el viaje de sus vidas en busca de un futuro digno que no encuentran en su casa. Ahora pienso en la cara de K. En sus ojos vibrantes y jocosos. Y me pregunto qué no ha tenido él que yo sí, o qué he tenido yo y no él, para que de algún modo, quieras escapar de aquello que te enseñaron a llamar hogar. ¿Nos hemos preguntado qué es lo que sucede allí para que busquen la forma de salir? ¿Hemos reflexionado sobre las razones que encuentran para arriesgar sus vida cruzando el estrecho? ¿Sabemos cuáles son las causas y cuál sería la solución a esos problemas políticos, económicos y sociales? Seguramente no, y por eso la mejor opción que encontramos es mandarlos de vuelta.


Urge una nueva forma de entender la cooperación, más humana y sincera.

Esta semana, mientras escribía esta crónica, la patera que encalló en la playa de Matalascañas, fue noticia en todos los periódicos. La barca azul y roja yacía tirada en la playa. 33-27-40 ocupantes fueron las cifras que lanzaron los distintos medios. Un número que no estaba claro, un número que, a día de hoy, sigue tiñendo nuestras costas de un azul oscuro casi negro. Una lotería enmarañada por la suerte de nacer en una u otra frontera. En esta patera venían también menores, uno de ellos aún dentro de la barriga de su madre, que puso en riesgo su vida y la de su bebé. Cada uno de los ocupantes tuvo que pagar alrededor de 1.600 euros, según fuentes consultadas por el ABC. Un vuelo a Los Ángeles en pleno mes de agosto sale alrededor de 1.300 euros. ¿Y ahora? Pues en tiempos de rebajas, comienzan también las devoluciones, ya que la mayoría vienen de Marruecos y viajan de manera irregular.

Urge una nueva forma de entender la cooperación. Una cooperación más humana y sincera para gestionar el flujo migratorio de una mejor manera. Ganaríamos todos, investigaríamos para entender y solucionar la gran pérdida que tiene el país, ya que se quedan sin lo más valioso, el mayor desarrollo para sus pueblos: los jóvenes. Vivimos en una era migratoria constante y para ello necesitamos una cooperación correcta entre los países de origen, tránsito y destino. La migración es un fenómeno natural e inherente al ser humano, pero ahora vivimos una crisis migratoria que, en la mayoría de los casos, se propicia por mera supervivencia, poniendo en peligro la vida y vulnerando los derechos humanos de las personas afectadas.

Recuerdo los ojos de K. Su expresión al describirme las 12 horas que tuvo que remar para llegar a puerto y estar a salvo. Recuerdo cómo me contaba su viaje y cómo consiguió salvarse gracias a las estrellas. Recuerdo su boca perpleja ante lo que tuvo que pagar por el trayecto. También cómo caían sus lágrimas cuando le despojaron de lo más valioso que llevaba consigo: sus documentos. Me habla de lo desorientado que estaba cuando llegó a España. No sabía qué hacer ni cómo dirigirse a alguien.

Él depositó todas sus esperanzas en aquella patera, porque creía que se merecía un futuro mejor y que su país no se lo podría dar. Te doy las gracias, K. Sé que aprendiste mucho más que esto en el viaje. Pero hay cosas que prefieres guardarte para ti.

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