Ahora las heroínas llevan una armadura que deja huella.
—Aprieta y deja marca — dijo mi amiga por el grupo.
La siguiente alerta de WhatsApp vino con un archivo adjunto. Era una foto suya, vestida de verde, azul y blanco. Su cara también nos quería decir algo. La mascarilla hablaba en forma de marcas, que gritaban proporcionalmente a las horas que había estado con ella puesta.
Como ella, tantas son las profesionales que cada día, van como siempre a su puesto de trabajo. Personal sanitario dispuesto a cumplir con su cometido y que además, se quitan méritos que la ciudadanía les ha dado en estos días. —Es lo que tenemos que hacer, hija —me dice mi madre cada día, cuando le pregunto cómo le ha ido en el trabajo.
Hoy valoramos nuestra salud como lo más importante. Porque todo nos sobra cuando nos sentimos en peligro. Parece que todo pasa a un segundo plano. Las entradas para aquel concierto de mayo ya no importan, el congreso al que querías asistir se evaporó, aquellos deportes para los que estabas ahorrando, se han convertido en una compra de supermercado y, el viaje que querías hacer este verano se ha vuelto algo prescindible. Ahora, lo más importante es el bienestar de los nuestros. La propia seguridad. Y eso nos lo dan ellas, las personas que nos reciben en la ventanilla cuando nos sentimos enfermas, las que nos toman la temperatura, las que nos sacan sangre y nos dicen que todo va a ir bien, las que nos atienden en consulta y nos preparan la receta exacta para nuestra curación.
«La sobrecarga y el agotamiento también hacen una rozadura difícil de curar«.
Ahora, estas personas son las que están más expuestas. Tristes datos desvelan que el 14,4% de los afectados pertenecen al personal sanitario. Me he imaginado por un momento la enorme presión que recae sobre sus cabezas ante una crisis de este calibre. A ello, sumémosle la sobrecarga de trabajo, la frustración por momentos, el agotamiento físico y mental, la fragilidad ante la falta de material de protección, la gestión de las emociones y el miedo de poder contagiar a sus familias cuando lleguen a casa. Me emocionó la historia que leí en un hilo de Twitter. Un chica narraba cómo su padre, que es médico, había decidido aislarse en el trastero de su casa. Ella, obediente, le había preparado el colchón y las provisiones; y, contaba los días para que todo esto pasara como un mal sueño.
La sobrecarga y el agotamiento también hacen una rozadura difícil de curar. No debe de ser fácil estar continuamente tomando decisiones y retando a la ética. Impotencia es una palabra que he escuchado últimamente. “Se me rompe el alma al ver morir a pacientes que están solos, al ver a familiares que buscan a sus seres queridos cuando ya es demasiado tarde”, cuenta por televisión una voz con mascarilla.
Cuando me llegó la idea de los aplausos, hace ya más de 15 días, he de confesar que no lo entendí a la primera. Recuerdo que el primer día aplaudí con miedo y bastante timidez, mirando como si fuera rata de laboratorio a unos vecinos que nunca había visto. Ahora, el espíritu está totalmente creado y conscientemente nos miramos y aplaudimos a aquellas personas que nos están cuidando. Este valor que día tras día le vamos devolviendo a la profesión, está cambiando nuestra forma de aquilatar la labor sanitaria. Estoy segura que la próxima vez que nos acerquemos a los servicios de urgencia, no vamos a olvidar cada uno de los aplausos que dimos en su honor. A nuestra mente llegarán todas aquellas lágrimas que, aunque tímidas, cayeron al verles trabajar por nuestra propia seguridad.
Gracias.
Gracias por no desistir.