Colaboraciones

La cosecha que merecemos

Cerré la maleta, un equipaje escueto y tímido que escondía pares de ropas solitarias dispuestas a dejarse llevar por un deleite ignoto. Me esperaban días bañados por el sol de septiembre, donde la calma copaba cada respiro, la arena se entrometía en cada escondrijo, el mapa se aburría gracias a lo conocido y el pulso de la tierra bombeaba a una Doñana anhelante por renacer.

Como infinitas dunas, viví noches eternas de verdad, dicha y juegos de mesa, mientras que las mañanas me regalaban vivencias alejadas de lo material. Me sentí afortunada por salir corriendo en medio de la incertidumbre y poder olvidar, con artimañas propias, el escenario que ocupa nuestro presente. Hay quienes ya se cogerán unos días cuando terminen estos. Después de un invierno roto, tuvimos una primavera robada y poco después, el verano se tiñó de una atipicidad indeseable. Pero la canícula no se preguntó qué pasaba con nosotros, prosiguió su senda inconsciente y genuina. Ya en sus últimos rescoldos, el aire soplaba suave, aliviándonos los sofocos y la noche nos saludaba con estrellas antes de la hora de cenar, advirtiéndonos que la brisa otoñal estaba a punto de llegar y con ella, el tiempo de cosechar el fruto sembrado.

De vuelta de aquel letargo, me fijé en aquellos verdes campos que dibujaban líneas paralelas entre sí. Formaban una urdimbre frondosa de reflejos glaucos. Las vides se extendían por el paisaje mientras manos anónimas escogían el momento justo para desprender la uva de su viña, despojándola de un periodo de sopor quimérico. En este descanso, la planta había sido cuidada con dosis de sol, agua y tierra labrada, para después, convertirse en golosinas naturales, centros de nuestras mesas, píldoras de nuestros deseos o pócimas para nuestros brindis. 

Una fermentación cuidada y constante que transforma el fruto en líquidos dulzones, secos o rosados. Una transformación laboriosa, un proceso microbiótico cargado de trabajo y conocimiento, venerado desde la Antigua Grecia con la celebración de  la vendimia, una de las fiestas más importantes en honor al dios Dionisio.

La naturaleza no responde a cuarentenas ni toques de queda. El fruto no espera. Él ha seguido creciendo, madurando y ahora espera impaciente a ser recogido o transformado. Los campos son un reflejo de nuestra vida. A veces necesitamos el reposo, el amparo, el mimo y la hibernación para brotar de nuevo. Como la viña, también precisamos de una transformación fermentada de nuestros quemazones más recónditos para, cuando toque, recoger una cosecha llena de frutos exuberantes. Hoy, despidiendo septiembre, me desprendo de lo inerte para recoger aquello que brille y así limpiar la tierra de impurezas, ararla con fuerza y sembrarla de nuevo.

Columna publicada el 30 de septiembre 2020 en el periódico Huelva Información.

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