Aún recuerdo el flamante nerviosismo que se apoderaba de mí los días previos a la entrada del colegio. Llegado septiembre, mis rizos comenzaban a revolotear las papelerías en una búsqueda venturosa de cuadernos, bolígrafos y agendas con las que llenar de dedicatorias aquel año.
Las ganas de abrazar a mis amigas con fruición se adueñaban de mi pensamiento, quería saber cómo habían pasado esos meses veraniegos, comprobar si finalmente se hicieron esas trenzas que querían o si se atrevieron con el tatuaje de pegatina que les tocó en el último recreo. El perfume de esos días era la ilusión con matices robustos de ganas de aprender. Llegado el momento, corrillos fulgurantes ocupaban el patio, los besos se disparaban en cada esquina y los abrazos apretaban a cada escuálido y bronceado cuerpo. Recuerdo que también habían llantos y arrebatos, niños que eran arrastrados por sus mayores recordándoles la obligatoriedad de nuestro sistema.
La palabra escuela viene del griego, skholè y significa ocio y tiempo libre. Los griegos pensaban que las horas de estudio eran tiempo de recreo para uno mismo, frente al trabajo, que te situaba por debajo de tu amo y del dinero. Una vez cubiertas las necesidades básicas, la conquista siguiente fue el aprendizaje. Aunque la tratemos de obligatoria, no podemos olvidar que la escuela nos hace conscientes y libres. Aristóteles escribió que «la educación de la juventud no es ni poco ni muy importante; tiene una repercusión universal y absoluta». Los griegos dedicaban mucho tiempo a buscar el conocimiento, y es que la escuela construye los cimientos educacionales que intrínsecamente levantan el edificio de nuestra ciudadanía.
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Artículo publicado el 26 de agosto de 2020.