La luz entraba a borbotones por las laderas serpenteantes. Eucaliptos y encinares bailaban al son de la mañana con sus cabelleras calentadas por el sol. El reloj arrullador de las palomas animaba el canto venturoso de los zorzales. Ambos componían con ingenuidad la sinfonía de aquel fatídico día.
El río jugueteaba con la fuerza de un cachorro que creció sin saberlo. Mientras, Flora, de ojos garzos y Fauna, más felina, se divertían sorteando los vericuetos que les regalaba la maraña verde y frondosa. La naturaleza pudibunda imperaba con mágicas tonalidades embriagándolas de sosiego y bienestar. Relamiendo el sabor de la tierra, sintieron la certidumbre de sentirse a salvo dentro del abrazo del bosque.
Sin esperarlo, advirtieron que la ladera gritaba de dolor. Quizás fue el rechinar de dos piedras, dos cristales que disputan, una chispa de un tractor, un rayo que decidió descansar en el cerro, un imprudente campesino o tal vez una mano maliciosa conducida por la codicia prometida. Lo desconocían, pero de repente, Flora y Fauna se vieron encerradas por llamas fatuas y asfixiantes. La virulencia de la flama ardió también en su interior. Sus pulmones se llenaron de ceniza y en sus sesos comenzó a brotar un poso humeante y putrefacto. Flora corría de la mano de Fauna, hasta que no resistió la fuerza que ejercían las raíces que la ataban a la tierra, haciéndola presa y libre al mismo tiempo. El aire estaba estancado y se percibía un recóndito olor a pólvora. Fauna, resignada, tuvo que huir para salvarse. No encontraba la salida cuando, aturdida, notó que una mano delicada le ayudaba a salir ilesa de la desgracia.
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Artículo publicado el 2 de septiembre de 2020.