Quizás tú también cambiaste de acera porque viste en aquel grupo un riesgo para tu integridad. Ellos se reían, se sentían seguros mientras te propinaban palabras obscenas.
Tú, en cambio, sentiste miedo, asco, rabia y vergüenza. Quizás tú también dejaste de pasar por aquella esquina en la que una vez te silbaron con insistencia y sintieron el derecho de invadir tu cuerpo y opinar sobre tu caminar. Tal vez tuviste que llamar a tu madre cuando volvías a casa porque sentías que alguien te perseguía o, quizás, no tuvieras batería y optaste por andar más rápido, sacar el móvil sin línea y fingir que hablabas con alguien. Quizás tú también escuchaste un ay quién te cogiera y sentiste que tu cuerpo era un objeto sobre el que otros podían verter todo tipo de comentarios. Tal vez te dijeron lo guapa que eras o lo bonitas que eran tus piernas, esperando además tu agradecimiento. O tal vez no escucharas nada, pero sentiste miradas insistentes, lascivas e irrespetuosas que te hicieron diminuta en ese juego de poderes en el que tú estabas en el escalón más bajo.
Quizás todo esto se lo contaste a alguien que no le dio importancia. Tal vez te preguntara por lo que llevabas puesto, qué hora era o el barrio en el que te encontrabas. Pero no. La cosa no trata de ropa, zonas u horarios. La cosa va de sentirte segura con o sin compañía. Porque no hay culpa en tu físico, ni en tu modo de mirar. Porque no hay horas mejores ni peores, no hay razones ni motivos que autoricen y expliquen este tipo de violencia. El acoso callejero no tiene muletilla: es acoso.
El uso de los piropos convierte a la mujer en objeto, es una intromisión a su libertad y una invasión a su intimidad. Y sí, claro que no todos los hombres lo hacen, pero sí que la mayoría de las afectadas somos mujeres y por eso necesitamos que esto no sea una guerra de bandos, sino un ejercicio de empatía con los miedos que experimentamos. Exactamente cuatro de cada cinco hemos sufrido acoso sexual en la calle. Es una de las formas de violencia de género más extendidas y a menudo tendemos a lidiar con ello, como si fuera algo nimio que podemos soportar. ¿Y por qué no te defiendes? -preguntan los justicieros. Pero en mi defensa o en su falta, no está la respuesta, porque a veces, esa réplica puede desembocar en burlas, risas o en otro tipo de violencia.
Como sociedad tenemos la obligación de construir ciudades seguras, responsables e inclusivas. Seguir escuchando enunciados que demeritan nuestro valor y perpetúan las conductas machistas representa una barrera para el pleno ejercicio de nuestra libertad. Necesitamos denuncia y comprensión para que el clamor que nos desgañita sea entendido. Avísame cuando llegues. ¿Has llegado ya? No vengas sola. Asegúrate de que la puerta está bien cerrada. Seguimos celebrando llegar a casa vivas. Levanten la losa extenuante que nos aprieta el cuello, queremos seguir respirando nuestras calles sin una soga que nos asfixie.
Columna publicada el 3 de marzo de 2021 en Huelva Información.