Recuerdo que cuando era pequeña la tarta de cumpleaños la comprábamos en la pastelería de mi barrio. En la tienda chica buscábamos las golosinas y, cuando caía la tarde, corríamos en cuadrilla al kiosco de la plaza a por un cartucho de patatas fritas.
Hace años también conocíamos quien había confeccionado nuestra ropa. Sabíamos dónde se hilaba y teníamos la certidumbre de saber quién había tejido nuestros trapos. Ahora existimos a una deslocalización del producto y también de las personas. Poco sabemos de dónde viene aquello que compramos, nada conocemos de las personas que lo fabrican, ni mucho menos de las condiciones sociales que viven.
Las rebajas enmarcan un periodo lleno de grandes carteles y falsa creencia de últimas oportunidades. El consumo se dispara haciéndonos creer que nunca es suficiente. Cómo no vamos a querer consumir si al año se destinan 400.000 millones en marketing. A esto, sumemos el frenesí de una vida de urgencias, un tumulto desaforado que no quiere colas ni esperas. Es difícil no sucumbir a los cantos de sirena del gigante del comercio electrónico que, al día siguiente, lleva a tu sofá todo lo que desees. Internet y las grandes corporaciones golpean fuerte a los pequeños locales que intentan sobrevivir a la pedregosa oleada consumista.
Puedes leer el artículo completo aquí.
Artículo publicado el 19 de agosto de 2020.